miércoles, 25 de septiembre de 2013

La Convalecencia II


Me desperté pues como hacía muchos meses que no lo hacía, había dormido en una cama con colchón de lana que se adaptaba a mi cuerpo y me daba un calor suave, lo que hacía que me costase despegarme de las sábanas, muy distinto al del hospital con su acompañamiento de ruidos y visitas intempestivas de las enfermeras.

 Llevaba un buen tiempo despierto, levemente amodorrado mirando al irregular techo lleno de desconchones y nervaduras fruto de cientos de encaladas, forzando mi imaginación, buscaba en él rostros, figuras de animales, algo así como si estuviera en la réplica de la cueva de Altamira junto al museo arqueológico.

El ruido chirriante de los pasos de mi patrona sobre el suelo de madera, me hizo despabilarme del todo, ante mí apareció apremiante.

-        Venga pues a desayunar, que ya pasaron las burras de leche.

Como nunca había oído esa expresión, no pude por menos que sonreír, en cuanto volvió a salir de la alcoba, me vestí y bajé alegremente al comedor. Allí me esperaba una mesa repleta de viandas, además de un enorme tazón de leche humeante.

-        ¿Esperamos visita? – Pregunté con sorna.

-        ¡Ay mi niño! Qué gracioso que eres.

-        Si me tengo que comer todo eso mejor salgo huyendo hacia Madrid.

-        No seas tonto y cómete solo lo que te apetezca.

-        Entonces ya he terminado.

-        ¡Ay! Jaja no me des ese disgusto, que te lo he preparado con mucho cariño.

La verdad es que afecto no la faltaba, me desayuné y cumplí con el suplicio pactado de que me tomase la temperatura corporal y supervisara mi ingesta de medicamentos, terminado el rito matinal, acepté su sugerencia de pasear y que me diera el fresco aire de la mañana.

Paseé por las rúas del pueblo observando los restos de la arquitectura rural que iban quedando arrinconados por las nuevas edificaciones veraneantes fuera de lugar y de la armonía que daban las viejas casas y pajares de piedra y sus grandes tejas rojas festoneadas de líquenes multicolores.

A pesar de la comodidad que suponía que todas las calles estuvieran empavesadas, esto las quitaba el sabor añejo que tuvieron antaño, algunas casas incluso conservaban los poyos de piedra a los lados de la puerta, pero ya no se veían sentados en ellos viejecillos encorvados, de oscuras vestimentas y hablar cansino.

En una de mis revueltas torcí por una calle igual que todas las calles del pueblo, o eso creía, de momento carecía del feo, gris e impersonal hormigón que solaba el resto, en esta calle al parecer la modernidad había pasado de largo, pues el suelo era de tierra moteado por cantos rodados y en un lateral una cacera transportaba un agua cantarina para las parcelas cercanas. A mi izquierda, entre dos huertos se alzaba una casa de dos alturas con aires de edificación norteña pues tenía una alto tejado a dos aguas y con ventanas más grandes de lo que suele haber por esta tierra, el jardín surgía enmarañado y muy descuidado, como olvidado. En el lateral una cuadra usada antaño como cochiquera, pero con las vigas carcomidas y las tejas semihundidas.

Dentro del patio una niña dibujaba en un cuaderno, ella tenía un cierto aire irreal, lucía un largo cabello cogido por dos grandes coletas con grandes lazos blancos cada una, un babi de color azul claro cubría su vestido como si de una párvula se tratara. Estuve un tiempo detrás de la valla de piedra que separaba el patio de la calle, intentando vislumbrar qué era lo que dibujaba, al no conseguirlo la hice notar mi presencia.

-        ¡Hola! Buenos días

Ella giró su cabeza y sonriente me respondió devolviéndome los mismos deseos, al hacerlo y poder contemplar en todo su esplendor su cara, observé que era de bellas facciones pero un leve deje de tristeza parecía rondar a su alrededor.

-        Estoy aquí pintando ¿Quieres pasar a ver mi dibujo?

-        Vaya, creo que no debo, seguro que a tus padres no les gustaría ver junto a ti a un extraño dentro del jardín.

-        ¿Mis padres? No se… es raro, bueno, acércate a la valla y te lo enseño.

-        Bueno, pero primero dime ¿Cómo te llamas?

-        Águeda ¿Y tú?

-        Yo me llamo Jose Antonio, estoy alojado en casa de la señora Fuencisla.

-        ¿Fuencisla? No la conozco.

-        Si, justo al lado de la plaza.

Me extrañó que no conociera a mi patrona, pero no le di más importancia al asunto por lo que me acerqué a ella, sobre la valla dispuso el cuaderno para que yo lo pudiera contemplar y al abrir el cuaderno ante mí una ventana se mostraba al horror. Con trazos de lápiz negro, un rostro que parecía surgido del averno parecía taladrarme con su mirada, leves líneas entreveradas en rojo insinuaban gotas de sangre que escapaban de las fauces y parecían salpicar en todas direcciones. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo, el vello se me erizó y un nudo se me formó en el estómago.

-        ¿Pero esto qué es? – Musité titubeando.

-        Es mi mamá ¿A qué es guapa?

Qué podría decir, no imaginaba las intenciones que pudiera tener, quizás se tratase de una cruel broma, pero Águeda parecía de muy corta edad para ello.

-        ¿Qué pasa, no te gusta?

La cara se le mutó en una mueca horripilante, sus ojos se volvieron rojos, inyectados en sangre, la tez se le nubló y unos profundos surcos vetearon su piel. No me quedé junto a ella más tiempo, me di media vuelta y a grandes pasos intenté alejarme del lugar, pero ello no me impidió escuchar su voz ahora súbitamente enronquecida.

-        ¿Dónde vas Jose Antonio? Espera un momento, enseguida llega mi mamá y la podrás conocer ¡Espera!

Nunca sabré cómo conseguí llegar a la casa de Fuencisla, solo sé que la di un susto de muerte al contemplar mi semblante, prácticamente me derrumbé apenas traspasado el umbral, ella me sujetó y consiguió arrastrarme hasta sentarme en una silla, un par de palmadas sobre mi rostro hizo que pudiera volver en mí y acto seguido me dio un vaso de agua para que reaccionara.

Más tarde, ya recuperado y ante el sempiterno tazón de leche caliente que me obligó a beber, la relaté todo lo que me había acaecido, asintiendo ella severamente cada poco tiempo y al terminar mi narración comenzó ella a hablar.

-        Has de saber que este es un pueblo con mucha historia y algunos hechos ocultos, es posible que afloren por canales que quedan fuera de nuestra comprensión, pero todas estas historias van quedando en nuestro acervo y pasan de padres a hijos y todos las conocemos, en el caso que me refieres, Águeda vivió hace muchos años, de hecho tus ojos te engañaron, su casa hace tiempo que está en ruinas, pues como te digo, Águeda vivía con su madre, una mala persona enloquecida que día a día succionaba la sangre de la pobre criatura haciendo un leve corte en una arteria, algo parecido como hacen algunas tribus de África con sus vacas, poco a poco la pobre niña se iba consumiendo a ojos vistas, nadie se dio cuenta hasta que exangüe falleció y al amortajarla, las vecinas se dieron cuenta de lo que pasaba.

-        ¿Qué ocurrió con la madre?

-        Huyó esa misma noche, nunca nadie la volvió a encontrar, la justicia la estuvo buscando, pero sin éxito.

-        ¿Y por qué se me ha aparecido?

-        Quién lo sabe, hay gente que tiene más facilidad que otra de contactar con estos espíritus que se resisten a dejarnos, seguro que este es tu caso. Vente conmigo y verás la casa como es en realidad.

Efectivamente, cuando llegamos a la casa de Águeda todo había cambiado, la calle estaba empedrada como todas las del pueblo y la casa estaba en un franco deterioro, incluso un fresno había sentado sus reales justo en la puerta casi impidiendo el posible acceso a su interior, la  valla sobre la que apoyó el cuaderno se encontraba abatida por la mitad  y entrelazada por enredaderas y zarzamora mostrando el total abandono de muchos años al que había estado sometida.

Me volví hacia Fuencisla y la pedí que nos fuéramos a su casa, ya había tenido bastante por el día de hoy y mi único afán era el de volverme a meter en el cálido colchón de lana de mi cama.

..//..




 

 

 

 

domingo, 15 de septiembre de 2013

La convalecencia


Una terrible enfermedad me había atenazado, y ante el certero diagnóstico de los médicos, no tuve por menos que luego llevarles la contraria y empeñarme  en sobrevivir, una enfermera viendo mi lucha, me aconsejó pasar mi convalecencia en un pequeño pueblo en la sierra de Madrid, tenía una buena amiga enfermera jubilada que alquilaba habitaciones en su vieja casa y ella se comprometía a cuidarme y prestarme asistencia médica.

En cuanto tuve fuerzas para poder viajar siquiera cien kilómetros, preparé mis maletas y tomé un autocar hacia ese lugar recóndito de la sierra madrileña. Cuando me dejó en mitad de la plaza del pueblo me sentí solo y desfallecido sin apenas fuerzas para caminar, pero las justas para preguntar a un zagal que pasaba por allí por la casa de la señora Fuencisla, arrastré como pude mis maletas en pos del chaval al que no tuve por menos que envidiar la agilidad que sus pocos años y la buena salud le hacían trotar por las rúas del pueblo.

Llegué por fin cuando estaba al borde de la extenuación a la casa de la señora Fuencisla, llamé como pude con los nudillos sobre el quicio de la puerta pues no encontré ningún pulsador de timbre alguno. Una voz respondió dentro de la casa:

-        ¿Quién va?

-        Buenos días, soy Jose Antonio, creo que habló con usted María, su antigua compañera del hospital.

-        Si, pasa hijo, entra a la cocina que estarás más calentito.

Me hizo pasar a la cocina y me sentó en una silla de enea junto a un hogar de fundición donde el carbón de su interior me hizo recordar la posibilidad del infierno, al tanto me encontré sudando copiosamente.

-        ¿Tienes fiebre?

-        No señora, es el calor del hogar que me hace sudar.

-        Por si acaso te vas a tomar este tazón de caldo, es de una gallina que maté ayer, al saber que venías hice caldo, es lo mejor para cualquier convalecencia.

En mis manos puso una enorme jícara que apenas podía sostener de lo caliente que estaba, dentro había un líquido claro donde sobrenadaba un dedo de grasa, esto aumentó si cabe los sudores que padecía.

Terminé la colación como pude y mi buena aposentadora me enseñó mi cámara donde iba a pasar la siguiente quincena, enseguida se apoderó de las medicinas que traía en un pequeño neceser comprometiéndose a suministrármelas en el horario prescrito por los galenos.

-        ¿Qué te parece la cámara?

-        Bella, muy bella.

-        ¡Ay! – Suspiró – Aquí está mi preciado ajuar, según me iba haciendo con él, poco a poco iban pasando los años y ningún pretendiente llamó a mi puerta, al final el último tranvía pasó de largo.

Pobre mujer, la verdad es que la habitación estaba dispuesta de manera admirable, tanto las sábanas como la colcha estaban maravillosamente recamados, el resto de la sala estaba hermoseado como si el tiempo hubiera pasado de largo con el tranvía, un aguamanil de porcelana ocupaba uno de los rincones mientras que en la pared opuesta a la cama, un recio bargueño se enseñoreaba del lugar.

Poco después de deshacer mi maleta, llegó la hora de la cena y me hizo sentar delante de una mesa llena de viandas donde me di cuenta que mi patrona me iba a curar el cáncer a costa de saturarme las arterias, pues tanto ese día como los sucesivos, en la mesa siempre estaban dispuestas las vituallas que cualquier cardiólogo aborrecería: huevos, torreznos, morcilla y todo tipo de carnes rojas que imaginar pudiera, con el añadido de su tremendo interés en que vaciara mi siempre colmado plato.

-        ¡Por favor! – Supliqué – No ponga más comida en mi plato, le juro que voy a reventar.

-        Pero si estás en los mismísimos huesos – Respondió desoyendo mis suplicas.

Embotado por la abundante cena, salí al porche a tomar el aire. Allí las estrellas parecían más próximas por la pureza del aire circundante, no recordaba la última vez que había contemplado un cielo estrellado como el de esta noche, la vía láctea refulgía, parecía que invitaba a tomar el camino ¿A Compostela quizás?

Mis ojos me llevaron a mirar al oeste. – Qué raro. – Me dije, hay luz en Navacerrada, recordaba mi infancia y la manera que tenían nuestros mayores de asustar a los pequeños, nos decían que en lo alto de la Bola del Mundo, por la noche se reunían las brujas a disfrutar de sus aquelarres y desde el valle se veía la luz de sus fogatas. Lo cierto es que desde el invento de la TDT, ya no operaban en las instalaciones de la televisión, por lo que hacía años que la luz de la antena se apagó.

-        Pero muchacho, póngase esta rebeca, se va a constipar.

Mi patrona como siempre, salió al quite para protegerme, pero esta vez lo desestimé para regresar a mi cuarto y poner fin a la jornada.  ..//..

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails